viernes, 28 de septiembre de 2007

Un hombre para las horas difíciles


La mejor presentación la hizo él mismo en los días agrios del matonaje: fue el 24 de septiembre de 1973, en el Estadio Nacional abarrotado de detenidos tras el golpe. Le dieron un micrófono y habló:

"Quizá muchos de ustedes no me conocen. Me llamo Raúl Silva Henríquez, soy cardenal de la Iglesia Católica. Represento a una Iglesia que es servidora de todos y especialmente de los que sufren. Quiero servirlos y, tal como Jesús, no pregunto quiénes son ni cuáles son sus creencias o posiciones políticas. Me pongo a disposición de los detenidos..."



Así, sin más aparato que la solemne sencillez de su persona, el hombre más importante del catolicismo chileno aseguraba comprometerse con la causa de la justicia en medio de un país violentamente roto. Pero su actitud no era producto de reacciones viscerales del momento; era, más bien, consecuencia práctica de aquello en lo que creía; en lo que había creído desde toda su vida.
Don Raúl nació en Talca el 27 de septiembre de 1907.
Sus raíces paternas estaban por Colchagua y las maternas allá por el sur de Talca, casi en San Javier de Loncomilla. Tierra de huasos. Y por Silva y por Henríquez los 19 hermanos del matrimonio de don Ricardo con doña Mercedes, pudieron heredar fortunas.
Pero la raíz campesina les quedó a todos en las entretelas del corazón. Por eso cuando Raúl, siendo cardenal dijo en una entrevista que el obispado de Santiago le "había salido chúcaro", nadie pudo sorprenderse.

EL PADRE RAUL

En 1943 es nombrado primer rector del Liceo Arriarán Barros, en la comuna de La Cisterna. Junto al liceo construye el templo de la parroquia San Juan Bosco. Pasan otros cinco años y asume como rector en el colegio Patrocinio de San José y empieza a abrir horizontes en la labor educadora de la Iglesia: funda y preside la Federación Nacional de Colegios Particulares Secundarios (FIDE) y crea la revista Rumbos. Trasladado al rectorado del seminario mayor salesiano en La Florida, lo amplía para todo el Cono Sur de América Latina y se convierte en un animador constante de la Conferencia de Religiosos de Chile. En 1957, es nombrado rector del colegio Juan Bosco y las escuelas profesionales de la Gratitud Nacional. Al mismo tiempo organiza el Instituto Católico de Migración y coordina muchas iniciativas solidarias que agrupa bajo las banderas de Cáritas-Chile: en esa institución fue presidente de la filial chilena y vicepresidente y después presidente a nivel mundial. Su nombre era conocido como el de un cura metido a empresario, un organizador nato de experiencias al servicio del bien público. Por eso extrañó a muchos que el Papa Juan XXIII lo nombrara obispo de Valparaíso en 1959; muchos lo veían más bien como un Ministro de Planificación.

EL PASTOR DEL PUEBLO

Mientras tanto, había fallecido en Santiago el cardenal Caro, rodeado del cariño de los pobres y la veneración de sus conciudadanos, a la benemérita edad de 92 años. Para sucederlo se barajaban los nombres del pomposo y conservador arzobispo de Concepción, don Alfredo Silva, y el del visionario y activo obispo de Talca don Manuel Larraín. Sorpresivamente el Papa Juan XXIII nombró a don Raúl y muchos arriscaron la nariz: era un religioso en un cargo tradicionalmente servido por curas seculares, era un hombre nuevo en el episcopado, era un hombre al que no se le conocía alineación mental en esa hora de cambio en América Latina.
¿Para qué lado de la cancha tiraría el nuevo arzobispo de Santiago?
Pronto empezó don Raúl a dar señales por dónde iba a caminar.
Inició una vasta y profunda reforma en la Iglesia de Santiago aplicando las normas del Concilio Vaticano II, inició la reforma agraria en el país distribuyendo algunos fundos pertenecientes a la Iglesia, siguió creando respuestas pastorales en el campo de las comunicaciones, las viviendas populares (INVICA), el Banco del Desarrrollo, la Academia de Humanismo Cristiano, parroquias en ambientes populares, las Aldeas de Niños S.O.S, para los desvalidos, la librería Manantial, etc.
Pero tuvo un revés que le dolió en el alma: un grupo de católicos más críticos ante la situación social y política, se tomó un día la Catedral como un signo de rebeldía pidiendo que la Iglesia se acercara más al pueblo y no se quedara en gestos publicitarios. Don Raúl reaccionó indignado pero en el fondo tuvo que reconocer que su obra podía tener varias interpretaciones. Desde entonces actuó con la misma seguridad pero con más diálogo.
Notable fue su actuación junto a los obispos argentinos y a pesar del nuncio en Chile, Angel Sodano, para pedir la mediación del Papa cuando los dos países estaban ya afinando la mira de los fusiles. Siempre recordaría don Raúl cómo tuvo que imponerse para que Sodano, que no quería la mediación porque el prestigio del Vaticano saldría mal parado si fracasaba-, cumpliera su deber de correo entre Santiago y Roma.

DEFENSA DE LOS DERECHOS DEL SER HUMANO

Seguramente el respeto ganado por don Raúl dentro y fuera de Chile nació de su posición ante la dictadura militar.
Pinochet y los golpistas soñaban con imitar a Franco, que en España había recibido bendiciones de la Iglesia tras la guerra civil que había provocado en nombre del fascismo. Por eso se extrañaron cuando en vez de aplausos, el cardenal Silva y los obispos chilenos lamentaron el golpe, pidieron moderación y respeto frente a los caídos, poniendo en primer lugar al presidente Allende, llamaron a respetar las conquistas obreras y también a ayudar al gobierno militar para que pronto se volviera al cauce democrático.
Sin embargo, hay que decir que también don Raúl y los obispos estaban perplejos y quedaron confundidos. Después dijeron que jamás imaginaron la capacidad de agresividad y violencia anidada en las Fuerzas Armadas. Siempre las habían visto de uniforme de gala desfilando en el Parque O'Higgins y haciendo brindis en los salones de la burguesía. Por eso cuando se pusieron traje de combate, se untaron la cara y juraron "exterminar el cáncer marxista", como aseguraba el general Leigh, los obispos se resistieron a creer en la barbarie.
Entonces la mayoría de ellos se comprometió con respuestas de urgencia: en Santiago don Raúl creó el Comité Pro Paz y después la Vicaría de la Solidaridad, que ayudaron a salvar tantas vidas, se puso del lado de los perseguidos, fue la figura más destacada por su prestancia moral y su significado en la defensa de los derechos humanos y le devolvió a la Iglesia una credibilidad popular nacida de la comprobación del testimonio, no de los puros discursos y prédicas.
Solamente tres notas negras tuvo que lamentar el Cardenal y que reconoció después con humildad: el no haber creído desde el primer momento en la maldad de la fuerza militar, en haber detenido una declaración condenatoria del Papa Pablo VI al régimen de Pinochet y, finalmente, su empeño en validar la llamada Ley de Amnistía, creyendo que eso iba a favorecer el entendimiento.
De todos modos esas tres cruces que acompañaron a don Raúl hasta el final de sus días, no hacen sombra a la magnífica y contundente labor en defensa de la gente.
Sus funerales, con la presencia de un pueblo agradecido, son la prueba más clara que la vida de Raúl Silva Henríquez no pasó en vano.
AGUSTIN CABRE RUFATT (*)
(*) El autor es sacerdote y periodista.

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